El color de una sentencia a muerte
Troy Anthony Davis es hoy solo un nombre para la historia, el nombre de un hombre afroestadounidense asesinado legalmente en Georgia, estado de ignominia; hasta el 22 de septiembre de 2011, fue un hombre que luchó por demostrar su inocencia. A lo largo de su tortuosa espera de dos décadas en el corredor de la muerte, pendiente de ser ultimado, sostuvo sistemáticamente ser inocente; aun así fue eliminado sin que los tribunales pudieran demostrar su culpabilidad, como lo manifestaron durante todos estos años decenas, cientos, miles, millones de manifestantes en contra de la pena de muerte por todo el mundo. Con su muerte no sólo se acrecientan nuestras dudas sobre el sentido de la justicia en los estados constitucionales que se predican democráticos; sino además se fortalecen nuestros reclamos por una sólida apuesta de movilización y acción colectiva que rompa el circuito de autoconvocatorias y produzca transformaciones y decisiones efectivas en sistemas políticos marcados por el peso de la inacción.
Lo primero que me sorprende en esta y otras muertes, y no es un asunto anecdótico, es el mutismo rampante de buena parte de las organizaciones étnicas colombianas; las que ni siquiera reseñaron en sus portales el asunto, a pesar de su magnitud. Se trataba no de un estadounidense sino de un caso de injusticia, del cual además es un afrodescendiente la víctima, profusamente difundido en los últimos años, en especial desde los aplazamientos de sentencia casi a segundos de ejecutarla, desde 2007. Ello se suma igualmente a la casi inexistencia de estudios respecto a cuál es la composición étnica de las cárceles colombianas, tal como se registra en un reciente estudio comparativo(
ver).
De manera central y protuberante, resulta pasmosa la constatación de que las cortes pueden equivocarse y preferir errar antes que proveer justicia. ¿Cómo puede explicarse el hecho de que la Corte Suprema de los Estados Unidos haya violentado el derecho de manera flagrante, autorizando una ejecución sumaria (discúlpenme pero aquí no hubo ley, en ese sentido tan bellamente filosófico del término), sin la evidencia incontestable de culpabilidad? ¿Cómo puede entenderse de otra manera el que la Junta de Indultos y Libertad Condicional del Estado de Georgiahaya considerado inaudibles las poderosas voces del Papa, expresidentes estadounidenses, exdirectores de institutos gubernamentales e infinidad de organizaciones civiles alrededor del mundo? ¿Cómo se pudo obviar ramplonamente el hecho de que Troy Anthony Davis no tuvo un juicio justo, que no hubo evidencia probatoria de su culpabilidad, que no se presentaron testigos creíbles siendo que cambiaron su testimonio, que otra persona era un sospechoso más creíble incluso por parte de la policía y que durante todos estos años aparecieron nuevas evidencias que indicaban la inocencia de Davis, condenado a muerte por su color de piel? De hecho, en el proceso contra Davis quedan claramente expuestas las razones por las que cientos de millones alrededor del mundo nos oponemos radicalmente a tal medida; mucho más cuando el sistema constitucional estadounidense justifica impunemente el error judicial.
Este caso (finalmente en ello se convertirá a partir de ahora: en un caso más de estudio) hace patente que los linchamientos no han cesado en los Estados Unidos; como queda en evidencia cuando se usa el peso institucional para obliterar todas las voces y todos los argumentos expuestos por viejos y recalcitrantes amigos de las condenas ejemplarizantes que se tomaron el tiempo de hacerse escuchar en este caso. En un país en el que las estadísticas señalan que un hombre afrodescendiente tiene el 32% más de probabilidades de terminar en prisión frente a otras poblaciones estadounidenses, el asunto no es de poca monta; mucho más si se considera que la sentencia injusta contra Davis implicó que Georgia prefirió matarlo antes que declararlo inocente, como él advirtiera.
Quienes observamos la política de los Estados Unidos, debemos lamentar igualmente el discurso bipolar del Partido Demócrata en cuanto a la pena de muerte. No puede olvidarse que el Presidente en cuyo mandato se asesinó a Davis es demócrata; como tampoco que fue Bill Clinton quien limitó drásticamente las posibilidades para que los condenados a muerte presentaran nuevas evidencias en su favor. Ello reclama de ese partido un mayor compromiso no sólo discursivo sino en su capacidad real de producir cambios en la política estadounidense; mucho más cuando las decisiones en los tribunales de justicia perpetúan las condenas y las extreman hasta la muerte mayoritariamente en contra de personas afroestadounidense.
La condena a muerte no es un juego que los estados deberían considerar graciosamente; mucho más cuando de por medio está el hecho de que la mayor parte de los condenados a muerte provienen de estados en los que el color de piel de una persona activa ferozmente el afán de venganza de la época de los linchamientos y el establecimiento de líneas de color en los Estados Unidos. Sólamente en Texas van diez personas ultimadas de esta manera en el presente año, mientras otros estados han decidido conmutar a cadena perpetua y eliminar el asesinato legal ante las evidencias exculpatorias que se han conocido luego de aplicar tal medida.
Habría que preguntarle a la Corte Suprema e incluso al gobierno central si estarían dispuestos a eliminar del contexto legal estadounidense la pena capital cuando pueda demostrarse en este caso, como se ha demostrado en muchos otros, que no hay reparación posible para un inocente asesinado legalmente. Esta semana quedó claro, infortunadamente, que en la sociedad estadounidense no hay interés en responder tal pregunta para contribuir a que el mundo destierre de una vez y para siempre las condenas arteras. Quedó claro igualmente que, tras las viejas condenas de odio en los estados sureños, la inocencia, como aquel viejo Coronel de García Márquez, no tiene quien le escriba.
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